Isaac Asimov: "La mujer del siglo XXI no tiene por qué dedicar casi todo su talento a criar hijos" (Articulo en diario "La Nacion" - Lunes 18 de Agosto 2014)

Escritor y bioquímico, uno de los grandes maestros de la ciencia ficción, en este diálogo con LA NACION ofrecía su siempre provocadora visión del porvenir. Esta entrevista, de la que se ofrecen aquí sus principales fragmentos, fue publicada originalmente en LA NACION Revista, en 1989.


Isaac Asimov se ríe cuando menciono a Sherezade, la de Las mil y una noches, la que salvó su vida tabulando cuentos increíbles durante años, uno tras otro, en su afán por distraer al rey que había jurado cortarle la cabeza. "La diferencia es que yo generalmente trabajo de día, no de noche, y lo hago porque me divierte, no por temor -responde, sin dejar de reír-; además, sospecho que a esta altura de mi carrera llevo contadas muchas más historias que ella?".
Asimov es, sin duda, el escritor más fecundo del siglo XX y el autor de ciencia ficción que más ejemplares vende en el mundo. Su ritmo de trabajo es, sencillamente, asombroso. Escribe dos mil quinientas palabras por día, incluyendo sábados, domingos y feriados. Su velocidad ante el teclado también es alucinante.
"Terminé l4l libros en un plazo de l38 meses, entre novelas, ensayos, cuentos y un par de enciclopedias científicas breves -cuenta-, por lo tanto, creo que es correcto afirmar que avanzo a razón de un título por mes". Comparado con este torrente de palabras, hasta el maratón de Sherezade puede parecer una hazaña modesta.
La fama de Asimov, sin embargo, no reside sólo en su laboriosidad. Hay otro factor que la justifica: la vastedad temática de su obra, que abarca, virtualmente, todos los argumentos y problemas que despiertan la curiosidad del hombre de este siglo.
La biblioteca de su estudio en Nueva York, donde siempre tiene a mano dos ejemplares de cada volumen que ha escrito, es un fascinante laberinto en donde conviven desde La Guía Shakespeare de Asimov hasta la Enciclopedia Biográfica de las Ciencias, pasando por Yo, Robot,Constantinopla, y Bioquímica y metabolismo humano, considerado durante años como un texto clásico de la carrera de medicina en los Estados Unidos.
Para millones de lectores, su nombre sigue siendo sinónimo de ciencia ficción. Tal vez, porque su aporte al género fue mucho mayor que el de imaginar galaxias y aventuras lejanas en el tiempo y en el espacio. Asimov también supo anticipar el futuro con la maestría de un Julio Verne. No sólo inventó la palabra "robot" (apareció en "Robbie", un cuento de 1939), sino que anunció la creación de la computadora y detalló su funcionamiento quince años antes de que científicos de la Universidad de Pennsylvania presentaran a Eniac, el primer cerebro electrónico de la historia. En 1950, lanzó otra profecía y el tiempo volvió a darle la razón: escribió que en un futuro cercano las computadoras serían móviles, mucho más pequeñas y baratas, "tan populares como los relojes de muñeca y de uso cotidiano en oficinas y colegios".
Asimov nació el 2 de enero de 1920 en Petrovichi, un pueblo de la Unión Soviética; fue llevado por sus padres a Nueva York cuando tenía tres años; se doctoró en bioquímica a los veintiocho, y empezó a enseñar en la Universidad de Columbia a los treinta. Tiene dos hijos del primer matrimonio, David y Robyn Joan, y vive con su segunda esposa Janet en un piso 30 de Manhattan con una magnífica vista panorámica al Central Park.
-La primera pregunta es un poco obligada. ¿Por qué sigue trabajando a este ritmo, catorce o quince horas diarias, después de haber publicado 400 libros, cientos de conferencias y Dios sabe cuántos artículos en diarios y revistas?
-Antes de responder quiero darle una primicia. El mes que viene habré terminado mi libro número 403. En este momento estoy corrigiendo, simultáneamente, una novela y dos ensayos cortos y pienso continuar con ellos tan pronto termine de contestar a sus preguntas. De modo que vayamos al grano. Escribo al ritmo de siempre porque me da placer y porque, me temo, no sabría muy bien qué hacer si tuviese tiempo libre. Ninguna de las alternativas posibles, como ir al teatro, viajar, dar charlas en una universidad, asistir a cócteles, me proporciona tanta felicidad. Mi vida es escribir libros. A diferencia del 99 por ciento de los colegas, no tengo que esperar hasta el punto final para empezar a gozar de mi trabajo: la ejecución misma del manuscrito es para mí una aventura agradable desde la primera hasta la última letra. No sé si esperaba una reflexión más profunda, pero, créame, ésta es la que más se acerca a la verdad.
-¿Su esposa Janet es psiquiatra, verdad?
-Sí, aunque ya no ejerce. ¿Por qué?
-Ella debe de tener alguna otra explicación acerca de esta compulsión suya de escribir un libro tras otro, año tras año.
-Seguramente. Pero ha tenido el tacto de no comentarla conmigo. Yo, a mi vez, tengo la delicadeza de no preguntarle qué opina de este asunto. Desde que mandé mi primer cuento a la revista Astounding Science-Fiction, cuando tenía dieciocho años, no he parado de escribir un solo día. Avanzo a razón de noventa caracteres por minuto y nunca me detengo a corregir un error, cambiar adjetivos o agregar una coma en el primer borrador. Llego de un tirón hasta el final. No me considero un estilista, ni aspiro a ser recordado como un Faulkner, un Joyce o un Borges. Me veo como alguien capaz de explicar con claridad el tema que ha elegido. Algunos lectores, aunque no lo confiesen abiertamente, sienten más suspicacia por la variedad de los temas que trato que por la cantidad de mis libros. No terminan de comprender cómo un hombre puede escribir al mismo tiempo sobre el átomo, el lenguaje de los genes, la Biblia, robots imaginarios y mundos que existirán dentro de dos mil años. Pero jamás escribí una línea sobre algo que no me apasionara.
-A usted también le habrá llegado, supongo, ese rumor que pone en duda su verdadera identidad y asegura que Isaac Asimov no es otra cosa que una sociedad de escritores que trabaja bajo ese nombre.
-¡Ojalá tuviese diez socios fantasmas haciendo mi trabajo! La realidad es otra. No tengo agente literario, secretaria, gente que investigue por mí, ni siquiera alguien que pase en limpio los borradores o corrija las pruebas de imprenta.Trabajo en casa, atiendo yo mismo el teléfono, cosa que a usted le consta. Curiosamente, fui uno de los últimos escritores que reemplazó su máquina por una procesadora de palabras. Sucedió a comienzos de 1981. Un día el editor de ByteMagazine, una revista dedicada al mercado de la computación, me pidió un cuento y se sorprendió al saber que el autor de ciencia ficción más vendido de los Estados Unidos aún trabajaba con una vieja IBM eléctrica. A la semana tocó el timbre en casa un cadete que traía tres grandes cajas de cartón: una procesadora de palabras Radio SAC TRS-80 (indico la marca y el modelo por si alguien piensa que mi éxito se lo debo a mi computadora). No fue una relación fácil.
-La visión que usted tiene del futro de la humanidad es un tanto pesimista. Nos dice que seguimos acosados por tres grandes amenazas: la superpoblación, el agotamiento de ciertos recursos naturales básicos antes de que puedan ser reemplazados por otros y el hecho de que las naciones son concebidas como unidades políticas independientes y expuestas a rivalidades ideológicas, económicas y sociales de resultados impredecibles. ¿Cuál es su pronóstico sobre la especie humana al empezar 1989?
-Sigo siendo pesimista en el corto plazo, digamos, los próximos cien o ciento veinte años. El hombre tiene todavía la opción de poder eliminar a su propia especie o de transformar a la Tierra en un planeta inhabitable, o las dos cosas al mismo tiempo. Esto es irracional como estrategia de supervivencia, no hablemos ya del aspecto moral.
-Los peligros propios de un planeta superpoblado, según usted, seguirán vigentes de todos modos.
-Sí. Esta amenaza es mayor que la de los arsenales nucleares. Es un problema más vasto por la tremenda cantidad de personas y de decisiones personales que involucra. El debate nuclear, al menos en teoría, puede hacerse alrededor de una mesa con diez o doce sillas. La multiplicación de la especie humana es algo diferente. Las armas nucleares tienen apenas 45 años y nunca fueron utilizadas masivamente. En esos 45 años, en cambio, la población de la Tierra se duplicó y sigue aumentando. La demanda de alimentos, recursos, vivienda, fuentes de trabajo y servicios de esta nueva humanidad es absolutamente imposible de imaginar. Un aspecto interesante del problema es que mucha gente trata de minimizarlo: pretende actuar como si en realidad no existiera.
-En su libro La mente vagabunda usted sugiere una solución a esta amenaza. "Nos guste o no admitirlo, la mujer sigue siendo, desde el punto de vista cultural, económico y social, una máquina de hacer chicos -afirma usted-, y mientras no le permitamos escapar de ese papel histórico no podemos pretender seriamente reducir las tasas de crecimiento de la población mundial."
¿Qué propone exactamente?
-Durante cientos de miles de años, los índices de natalidad de los grupos que vagaban por el planeta fueron altos por un motivo comprensible. Sin esa tasa de nacimiento la especie hubiese sucumbido. Hasta la revolución industrial e incluso hasta los albores de la era tecnológica, el destino de mujer y de madre eran inseparables. El papel más trascendente, y el que consumía la mayor parte de sus energías y de su existencia, era ése. El encasillamiento de la mujer es el resultado de la campaña de persuasión más antigua y persistente de la historia. La mujer debe ser madre no sólo porque está dotada para esa función sino porque durante siglos le contaron que no hay tarea más noble sobre la Tierra que la de amamantar a un recién nacido o mecer una cuna. Más allá de los retoques propuestos por el feminismo y de ciertos avances producidos en las sociedades industrializadas, la situación no ha cambiado. Las expectativas respecto de las mujeres son las mismas. Pero como la tasa de mortalidad cada vez es menor respecto de hace cien o doscientos años, y como la economía y la medicina nos aseguran que va a seguir cayendo aun más, estamos ante un serio dilema. Las máquinas de hacer chicos siguen cumpliendo su papel como si estuviésemos en plena Edad Media. Lo que propongo es sencillo. Propongo liberar a la mujer. No digo que deje de tener hijos o que se la penalice cuando tiene más de dos. Mi mensaje es que la mujer del siglo XXI (millones de ellas ya han nacido), no tiene por qué vivir sujeta a los embarazos, la guardería, la escuela, ni dedicar casi todo su talento y esfuerzo a criar hijos. Si permitimos que tenga un lugar igual al del hombre en las principales actividades del planeta, ella misma elegirá reducir el número de hijos. Querrá desarrollarse intelectual y profesionalmente cada vez más. Sería muy positivo para toda la especie.
-¿No teme que esta teoría de terminar con las máquinas de hacer chicos sea muy poco aplicable en los países de menor desarrollo que, paradójicamente, son los que más contribuyen a la superpoblación mundial?
-Admito que es extremadamente difícil y ése es uno de los motivos por los cuales soy pesimista. Estas transformaciones tendrían más posibilidades de éxito en las naciones industrializadas. Pero, bueno, por algún lado hay que empezar. No creo que los métodos violentos, como el aborto, sean la solución. Hay sólo dos opciones para aproximarse a una tasa negativa de crecimiento: incrementar el índice de mortalidad o reducir la natalidad. La primera posibilidad no resiste el menor análisis porque incluye, tácitamente, exterminios masivos, propagación de pestes, hambrunas provocadas, etcétera. Queda un solo camino, entonces.
-A propósito de los países menos desarrollados, me gustaría conocer su opinión sobre la resistencia que provoca en muchos de ellos el avance de la ciencia y la tecnología aplicado a los medios de producción. Uno de los temores frecuentes lo experimenta el señor que cree que nunca va a entender cómo funciona una procesadora de palabras o el obrero que intuye que va a ser desplazado por un robot. El otro es colectivo: incluye a sectores que sienten que las computadoras no sólo los separan cada vez más de las naciones tecnificadas sino que, además, aumentan su grado de dependencia respecto de ellas.
-En primer lugar, la experiencia mundial nos enseña que en una sociedad el miedo a la tecnología es más nocivo que los efectos negativos que pueda tener la aplicación de esa nueva tecnología. Luego, no veo otro camino que no sea el de la adaptación y el desarrollo de nuevas tecnologías para que los países subdesarrollados se acerquen al nivel de las naciones de punta. Por último, los tecnófobos no deberían confundirse de enemigo: una computadora no es buena ni mala, ni tiene preferencias por un idioma o una geografía. Los destinatarios de los reclamos no tienen que ser los microchips o los circuitos integrados. Hay que quejarse a los políticos y tecnócratas que transforman un sistema económico sin prever programas de reeducación laboral, sin organizar seguros de desempleo y sin saber en qué mercados van a colocar los nuevos volúmenes de productos fabricados con la ayuda de tecnologías de avanzada. La tecnificación elimina empleos, pero en el mediano plazo crea más fuentes de trabajo que las que suprime. Toda sociedad, no importa su grado de desarrollo, tiene la libertad de preguntarse cómo va a utilizar las computadoras y de establecer con ellas el tipo de asociación que más beneficios va a proporcionarle. La única libertad que no puede tomarse es la de eliminarlas de su futuro.
-¿Cómo explica que un divulgador de la ciencia, asociado con el futuro y las naves espaciales, no suba a un avión ni aunque lo amenacen con un revólver?
-Todo ser humano tiene algún miedo irracional. El mío son los aviones. No es que desconfíe de los pilotos ni de las medidas de seguridad de las compañías aéreas, que son aceptables. En los trenes viajo tan cómodo que ni me tomo la molestia de conocer antes al conductor. A veces, hasta me arriesgo a tomar un taxi en Manhattan, que ya es decir mucho. Con los aviones es diferente. Pero le confieso algo: si realmente me apuntaran con un revólver, lo pensaría dos veces.

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